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Isaac Devis: Fibonacci http://isaacdevispintor.blogspot.com
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El pueblo hervía de actividad, habían llegado muchos sanitarios y dotaciones de rescate que se sumaban a los vecinos para socorrer a las víctimas. A los más graves los llevaban en ambulancia al hospital en la ciudad y el resto eran atendidos allí mismo. El centro se salud estaba desbordado y la escuela se había convertido en otro centro de atención a los heridos, Aya acompañaba a una embarazada que subía los maltrechos escalones cuando coincidió con un chico que la miró fijamente, como si la conociera. No le dio importancia pues había muchas cosas de las que ocuparse y tras dejar a la Sra. Millar en el banco de la improvisada sala de espera, se dirigió al almacén dónde había un montón de cajas y paquetes para abrir, debía colocar los suministros que acababan de recibir, ordenados y bien visibles en las estanterías. Fue un día de locos, sirenas, quejidos, llantos... Había amanecido despejado aunque a mediodía una lluvia fina se había instalado en el pueblo desbaratado. Cuando la claridad del día descendió drásticamente, Aya fue consciente de lo cansada que estaba y despidiéndose del Doctor Elias se encaminó a su casa.
Las calles estaban cubiertas de despojos de todo tipo que a veces tenía que sortear, y al fin llegó a la entrada de su hogar. Se encontraba en el lado norte y como la peor parte de la tormenta se la había llevado el otro extremo del pueblo, el edificio no estaba muy afectado, tan solo el tejado se veía un tanto destartalado. Entró y fue directa al desván, a primera hora ya había estado en casa para cambiarse de ropa y había comprobado que la primera y la segunda planta estaban bien. Subió pues al desván con cubos para atender las inevitables goteras que ya desde fuera se intuían. Todo el suelo estaba encharcado y le llevo casi una hora secar y dejarlo todo lo mejor posible. Agotada, solo pensaba en meterse en la cama, no había comido desde hacía muchas horas pero se conformó con un simple vaso de leche y a continuación se acostó.
Fueron casi tres meses de reconstrucción pero finalmente el pueblo acabó volviendo a la normalidad. Aya, que tuvo que reparar el tejado de su casa y algunos desperfectos en la joyería, hacia ya tiempo que había vuelto al trabajo. Tenía en su profesión cierta fama en la reparación de piezas de joyería antigua y de objetos con incrustaciones de metales preciosos, y dado que faltaban menos de dos semanas para la fiesta de San Valentín, se encontraba con mucha tarea por delante pues los encargos no solo le llegaban de su zona, también de otros lugares que tenían buenas referencias sobre ella.
Era tarde, faltaba menos de una hora para finalizar su jornada laboral y estaba dando los últimos toques a una cajita de plata con daños en un lateral cuando sonó la campanilla de la puerta. Salió al mostrador y vio a un chico de unos 16 años que miraba en el expositor una colección de anillos de oro con gemas varias. Le reconoció al momento, era el que había aparecido tras la tormenta y en cada ocasión en la que coincidían la examinaba atentamente. Parecía estar seguro de lo que quería y tras señalar un aro con incrustaciones de granates le pidió que se lo mostrara. A Aya le sorprendió bastante que tuviese interés en un anillo tan caro, dada su edad, pero él tras observarlo unos instantes se quedó convencido y le pidió que le grabase una inscripción. Aya iba a tomar nota cuando el chico le comentó que se lo regalaría a su novia mientras sacaba el dinero para pagar, y sin más, le preguntó por qué motivo ella se había cerrado al amor. Sorprendida e indignada a la vez, Aya levantó la cabeza y le contestó que esa era una pregunta ridícula y que quien demonios se creía que era. El muchacho esbozó una sonrisa triste y le pidió disculpas por el atrevimiento. Ella se relajó un poco, le cobró y le indicó que a la mañana siguiente podría pasar a recogerlo.
Cuando el desconocido se despidió deseándole buena tarde, volvió a la tarea de restaurar la caja pero no estaba de buen ánimo así que resolvió guardarla en un cajón y ponerse a grabar el anillo del chico con lo anotado "dulce amor". Hecho el grabado, seguía sin poder quitarse de la cabeza la insolente pregunta, además ¿por qué un desconocido al que doblaba en edad la observaba tan descaradamente, y cómo se atrevía a insinuar que ella rechazaba el amor?. Miró su reloj de pulsera, una delicada pieza que había heredado de su madre, era la hora de cerrar por lo que se levantó, se encamino a la puerta y una vez en el exterior se alejó con semblante pensativo. La brisa revolvía sus cabellos y le traía el olor del mar pues la costa no estaba lejos, normalmente encontraba agradables esas sensaciones pero en esta ocasión, el ceño fruncido evidenciaba su mal humor. Sin duda vivía volcada en su trabajo que le apasionaba pero tenía toda la vida social que deseaba, y aunque nunca había sentido ese flechazo del que había oído hablar, había tenido varios romances que ciertamente no habían llegado a nada, pero le daba igual, su vida estaba bien como estaba.
A la mañana siguiente se presentó en la joyería uno de sus mejores amigos con un reloj antiguo al que se le había desprendido una de las manecillas. Martín siempre sonreía, al menos a ella le parecía así, y solo con su presencia le contagiaba de buen humor. La saludó con un "buenos días preciosa" que era muy típico de él y Aya le correspondió con un abrazo. Martín le dijo que no tenía prisa y que si estaba muy liada con lo de San Valentín podía esperar el tiempo que hiciese falta, agradeciendo el detalle, ella le dijo sonriendo que en un par de días lo tendría, que no estaba especialmente ajetreada. En ese momento sonó la campanilla y el atrevido chaval entró y se quedo mirándolos, paseando la vista de uno al otro sin articular palabra. Martín visiblemente incómodo se despidió con bastante rapidez, esquivando al recién llegado de camino a la salida. A Aya le cambió la expresión de la cara, no podía creer que el crío fuese tan cargante, tomó la caja con el anillo, la introdujo en una bolsita y tras entregársela le dio las gracias.
Él está enamorado de ti, supongo que lo sabes, fue su respuesta. Aya sintió que la cólera le subía por el rostro y le espetó que se metiese en su vida y que dejase en paz a los demás. Fue hasta la puerta y la abrió con la evidente intención de que se quitase de su vista lo antes posible. De nuevo apreció un halo de tristeza en el rostro del muchacho que ella no supo interpretar, aún así se sintió aliviada de que se fuese.
La mañana fue transcurriendo entre alguna restauración que debía terminar, más algunas ventas, y Aya no podía dejar de pensar en la insinuación del desconocido, aún encontrándola absurda puesto que conocía a su amigo de toda la vida y jamás se le había declarado, no se le iba del pensamiento, Martín era realmente un amor. Decidió que un té le vendría bien y que iría a la confitería que había a escasos metros del local para traérselo y tomarlo en el taller. Iba tan distraída que al salir por la puerta chocó con una persona que pasaba en ese momento y que llevaba una gruesa barra de hierro que impactó contra su cabeza. Aya sintió que todo le daba vueltas y la sensación de que las piernas le fallaban.
Cuando abrió los ojos, lo primero que se encontró fue la sonrisa de Martín. A continuación miró a su alrededor, estaba en una camilla aunque no recordaba como había llegado hasta allí. Volvió de nuevo la vista hacia su amigo y notó en él algo curioso, en sus ojos claros había una espiral de muchos tonos que no podía dejar de mirar y en la que deseaba sumergirse. Nerviosa, le agarró la mano y una corriente dulce pero implacable se adueño de ella.
Por Dios!! exclamó para sus adentros, si esto no es un flechazo no sé que otra cosa puede ser. Entonces Martin se puso serio, algo no estaba bien, la cara de su amiga reflejaba tal confusión que empezó a asustarse y llamó al doctor que tras volver a examinarla, le aseguró que no había de qué preocuparse. No obstante, ella le seguía mirando de forma extraña, en los años que llevaba de enfermero no había visto cosa igual y no sabía qué pensar.
Aya recibió el alta esa misma tarde, justo cuando Martín iba a acabar su turno, por lo que se ofreció a llevarla en coche a casa. Seguía rara, se la veía aliviada de salir del centro de salud pero había algo más, se comportaba de una forma diferente a la de siempre y Martín no era capaz de comprender lo que le sucedía. Al entrar en la casa, le sugirió que él podía hacerle la cena, vivía solo por lo que sabía arreglárselas perfectamente y a ella le habían recomendado descansar al menos un par de días. A Aya se le iluminó el rostro y le dijo que sí encantada, pero con la condición de que la dejase colaborar y de que se quedase a cenar. Estando ambos de acuerdo, prepararon en un periquete una crema de puerros y un revuelto de setas con jamón serrano con una pinta estupenda y se sentaron a la mesa. Fue una velada extraordinaria y Martín no daba crédito, notaba en ella tal acercamiento y esa complicidad con la que había soñado durante años, que en algunos momentos hasta le apetecía frotarse los ojos para comprobar que era real.
Cuando llegó el momento de despedirse, en la puerta, Martín se armó de valor y acercándose aún más la beso en los labios con delicadeza. Aya se abrazó a él y se fundieron en un nuevo y apasionado beso tras el cual quedaron como dos chiquillos nerviosos sin saber muy bien que hacer. Martín sopeso la idea de ir un poco más allá pero había esperado tanto tiempo que creyó que lo mejor era tomárselo con calma así que le dijo que la llamaría por la mañana. Acababa de empezar una auténtica historia de amor.
El tiempo pasó y nunca más se volvió a ver por el pueblo al muchacho al que Aya había invitado a salir de la tienda. Pero en ocasiones el misterioso desconocido le venía al recuerdo, entonces ella sonreía dándole mentalmente las gracias por su comportamiento osado, que aunque en un principio había malinterpretado sin duda había sido el detonante de algo grande, mucho más de lo que había podido soñar.